sábado, 26 de abril de 2014

Dos nuevos santos: Juan XXIII y Juan Pablo II



Las nuevas generaciones se sienten emocionadas porque un Papa que conocieron ahora llega al honor de los altares al ser canonizado este 27 de abril. Pero, también los que llevamos un tiempo en el camino de la vida sentimos la emoción de ver a Juan, el Papa Bueno, reconocido popr su santidad. Las emociones se convierten en gratitud de parte de todos a la santísima trinidad, quien recibe el honor y la gloria del testimonio de santidad de estos dos hombres que entregaron sus vidas por la Iglesia y por la salvación de los hermanos. Cada uno con sus carismas y características personales propias, pero ambos con el mismo reconocimiento por parte de la Iglesia: su santidad de vida, en el ejercicio de su ministerio sacerdotal, episcopal y petrino.

Junto al testimonio de vida ejemplar, podemos encontrar en ambos santos dos elementos que nos pueden enriquecer a cada uno de nosotros: uno es su amor por la Iglesia, a la que entregaron toda su existencia en los diversos servicios realizados. Otro es, precisamente, su entrega de servicio sin distingos y sin renunciar a su ministerio. Ambos vivieron en épocas peculiares y ambos se empeñaron en la renovación de la Iglesia, para así abrir las puertas del mundo a Cristo. Los dos fueron ampliamente reconocidos por la gente: uno por su sencillez y su bondad, el otro por su decisivo empuje evangelizador. Y tanto el uno como el otro con la conciencia de proclamar a Cristo como el centro y razón de ser de la Iglesia y de la humanidad.

Muchas son las anécdotas que de cada uno de ellos se van conociendo. Y en ellas, además de ejemplos para nuestra propia espiritualidad, nos encontramos con algo que es propio de quien ama a los seres humanos: el sentido del humor, para entender las situaciones difíciles y hermosas de cada quien y de cada comunidad. Eso nos le alejaba nunca de su preocupación solidaria por quienes sufrían o se sentían solos y abandonados. Desde la atención por las necesidades del mundo hasta las hermosas experiencias de caridad que encontramos en sus biografías, podemos descubrir la motivación de estos dos santos papas contemporáneos: actuaban en nombre de Jesús y lo mostraban con total transparencia al mundo de hoy.

Este 27 de abril, ciertamente, será un momento especial para todos los que, en diversos momentos, pudimos conocer a Juan XXIII y Juan Pablo II. Es una ocasión hermosa para darle gracias a Dios por el don de su Pascua vivida en ellos y por ellos para beneficio de la Iglesia. La misericordia del Resucitado se ha dado a conocer por medio de su testimonio de santidad. Es una lección para tantos jóvenes que siguen buscando la excelencia de vida en la caridad y en el servicio de los demás. Es una llamada de atención para todos en la Iglesia a fin de seguir siendo testigos del amor de Dios. Es una invitación a toda la humanidad para que, inspirados en ellos, busque a Dios de manera decidida.

La Iglesia se enriquece con dos santos más. No es una cosa cualquiera. Es el reconocimiento de la santidad de quienes lograron serlo con su fe, con su caridad, con su entrega de servicio a la Iglesia y a la humanidad. Este 27 de abril, al verlos en la gloria de los altares, nos corresponde hacer un acto de fe en la santidad de Dios que se manifiesta en cada uno de los bautizados, y, sobre todo, renovar el compromiso para que todos podamos ser santos como Dios es Santo.

¿Dónde está lo auténticamente nuevo?



Cuando hablamos de la Resurrección, hacemos referencia a “lo nuevo”; es decir a la nueva creación, inaugurada con la Pascua de Cristo. Durante la Vigilia Pascual recordamos que somos “hombres nuevos”. Pablo nos recuerda, a la vez, que hemos de caminar por las sendas de la novedad de vida. Pero, ¿dónde está lo verdadera y auténticamente “nuevo” que produce la Resurrección de Cristo? Ante todo, hemos de tener muy presente que su gran efecto, al concedernos la salvación es la de darnos la posibilidad real de llegar a ser hijos de Dios Padre. Desde esta condición, ciertamente inédita e insólita en la historia de las religiones, Jesús nos va a recordar en todo momento que somos discípulos suyos para anunciar su Evangelio. Esto, además, lao debemos hacer como “testigos de su Resurrección”. A partir de esta realidad es cómo podemos ver dónde está lo auténticamente nuevo.

En primer lugar lo “nuevo” de la resurrección se hace sentir en la transformación personal de todo aquel que se decida ser discípulo de Jesús. Es tener los mismos sentimientos del Señor y actuar en su nombre, bajo los parámetros de la ley del amor fraterno. Esto conlleva una consecuencia muy importante: no se es discípulo del Señor de manera aislada e individualista. Por la ley del amor fraterno, se entiende que todos los discípulos de Jesús deben amarse los unos a los otros y convivir en comunión.

En segundo lugar, lo “nuevo” del discípulo se manifiesta a través de su fe: por eso, no sólo se dejar “quemar” por el ardor de la Palabra de Dios, sino que también es capaz de reconocerlo en la fracción del pan, tal y como les sucedió a los discípulos de Emaús. Entonces, con esa condición no se quedará tímidamente ensimismado, sino que saldrá a comunicar que Jesús ha resucitado y ha introducido el cambio pascual en la humanidad.

En tercer lugar, el discípulo se sentirá hermano de los otros discípulos y participará así de la Iglesia; esto es la comunidad de los creyentes que se distingue por su perseverancia en la oración, en la comunión eclesial, en la fracción del Pan y en la Enseñanza de los Apóstoles, la Palabra de Dios. Para ello, tendrán la fuerza del Espíritu Santo, que el mismo Jesús les entrega como don precioso. Así es como podrán manifestarse ante el mundo como lo que deben ser los discípulos miembros de la Iglesia: compartiendo todo, sin que nadie pase necesidad, con alegría y sencillez. Es la forma como podrán ser testigos de la resurrección” que anuncian el Evangelio del Señor y que, como consecuencia, podrán hacer que otros se unan a ellos, para que siga creciendo el número de los que quieren salvarse. Eso es lo que debemos hacer día a día todos los creyentes y discípulos de Jesús. No hacerlo es no darle importancia a la Resurrección del Señor. No hacerlo es tener el disfraz de cristiano y ser una burda caricatura de discípulos del Señor Jesús.

Si así actuamos, revestidos de lo “nuevo”, entonces podremos exclamar con Pablo: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, por su gran misericordia, porque al resucitar a Jesucristo de entre los muertos, nos concedió renacer a la esperanza de una vida nueva, que no puede ni corromperse ni mancharse y que él nos tiene reservada como herencia en el cielo”

+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.