sábado, 28 de febrero de 2015

... Y SE TRANSFIGURÓ.



Uno de los episodios más curiosos y hasta bien difícil de entender y explicar en los evangelios es el de la Transfiguración. Si lo leemos con los ojos de nuestra cultura y no nos metemos dentro de la mentalidad del escritor sagrado va a resultar muy duro de entender y hasta de aceptar. Algunos, incluso, han llegado a hablar de una glosa y de un relato mítico. Pero, el acontecimiento en sí encierra varias ideas importantes a destacar.

Una primera y de gran relevancia es la intencionalidad del episodio. Jesús se lleva a algunos de los suyos a un lugar alto (¿un monte?) y allí se transfiguró. Bíblicamente “lugar alto” suele indicar un sitio de especial manifestación de Dios con su gloria. Allí se transfiguró; es decir, tuvo una especial manifestación de su Persona. Poco a poco, Jesús le va a dando a conocer los misterios del reino a sus discípulos y con ellos, el misterio y significación central de su Persona como Hijo de Dios. En el “lugar alto” se da a conocer Jesús como lo que es: Dios hecho hombre, en comunión con los suyos y con los profetas anteriores. Está dentro de la historia de la salvación con una misión muy particular.

La aparición de Elías y Moisés para conversar con Él viene a ratificar su comunión con los profetas antiguos, representados en estos dos personajes. Hay una conexión con el Antiguo y Nuevo Testamento. Lo que se ha anunciado se está cumpliendo. Por otra parte, el verbo “aparecer (más correctamente “dejarse ver”) es empleado en las teofanías para hablar de la forma como Dios se da a conocer a su pueblo. Aparecerse viene a ser dejarse ver como lo que es. Elías y Moisés se le aparecen cuales emisarios y profetas de Dios; y, Jesús al participar en esa “aparición” comienza a dejarse ver (es decir “aparecerse”) como lo que es.

La respuesta de los discípulos en labios de Pedro es la del asombro de la fe. La fe es profesión de lo que se cree, pero tiene un momento particularmente especial cuando se encuentra con la Verdad revelada: provoca el asombro. Muchas veces, ese asombro se manifestó a la manera de pregunta (¿Quién es Éste? ¿De dónde le viene su autoridad?) Sin embargo, también el asombro puede expresarse con una especie de acogida inexplicable o una propuesta como la hecha por Pedro: “¡Maestro qué a gusto estamos aquí! Hagamos tres tiendas, una para Ti, una para Elías y otra para Moisés”.

Llama la atención la propuesta de Pedro, pues en ningún momento pide poner una tienda para él y sus compañeros. Colocar o levantar una tienda, en la experiencia cultural bíblica, significa acampar, poner la morada en el sitio. Pedro acepta la realidad sobrenatural de la aparición y, entonces, propone la acampada; esto es, la invitación para que la manifestación en la cual participa permanezca. Es un anuncio, en cierto modo profético, de la permanencia de Jesús en medio de los suyos.

La confirmación del acontecimiento viene de lo alto. Dios mismo da el significado pleno a la “aparición” y a la transfiguración” cuando exclama desde la nube (símbolo bíblico también del trono de Dios): “Éste es mi Hijo amado; escúchenlo”. La exégesis del acontecimiento nos viene dada del mismo Dios. Quien se transfiguró puede hablar con Elías y con Moisés por ser el Hijo de Dios… está en sintonía con ellos, es el nuevo profeta a quien hay que escuchar. Es la Palabra de verdad y vida, hecha carne y reveladora del designio de Dios….

En el momento de la explicación cesa la transfiguración y todo parece volver a la normalidad. Pero hay ya un anuncio claro: quien está como Maestro de sus discípulos ha comenzado a explicar mejor quién es: el Hijo del Padre. NO sólo hay que admirarse por las cosas buenas que irá haciendo o ya realizadas por Él. Ante todo se le debe escuchar. Así como bíblicamente “ver” se puede traducir como tener fe, de igual modo el verbo “escuchar”: es aceptar con la fe la Palabra de vida y salvación.

El Señor les pide guardar todo esto en secreto. Pareciera ser algo imposible. Pero, así como ha sucedido en otros relatos en los cuales se ve cuando Jesús pide que no se diga nada a nadie de lo obrado por Él, en este episodio se vuelve a presentar la situación. El evangelista emplea este recurso literario comúnmente conocido por los exégetas como “secreto mesiánico”. Con ello no sólo crea la tensión entre los interlocutores y Jesús, sino se va progresando en el conocimiento de la figura de Jesús y el desvelamiento de su misión como Mesías salvador.

Así pues, la transfiguración es una especial manifestación de Jesús a sus discípulos para anticiparles lo que acontecerá cuando Él resucite de entre los muertos: será el momento culminante pues, luego de morir por la salvación de la humanidad y cumplir la voluntad de Dios Padre, entonces aparecerá (se dejará ver para los ojos de la fe de los creyentes) en la plenitud de su glorificación. Es decir como el Dios de la Vida que ha vencido a la muerte. Para poder asumir todo lo anterior con los ojos de la fe, tal y como nos lo propone la liturgia a Dios mismo nos alimente y purifique nuestra mirada interior a fin de alegrarnos (llenarnos y participar) en la contemplación de su gloria (Colecta del II Domingo de Cuaresma).

+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.

viernes, 20 de febrero de 2015

PARA REAFIRMAR EL BAUTISMO...



Durante el tiempo de la Cuaresma, de acuerdo a la tradición de la Iglesia, intensificamos la oración, el ayuno y las obras de caridad. Pero podemos correr el riesgo de no saber el porqué de todo esto. Ciertamente, la cuaresma nos va preparando para la celebración del misterio pascual, a partir del cual nos convertimos en criaturas nuevas, hijos de Dios. Es lógico ver en la liturgia pascual una referencia directa al bautismo. Sin embargo, si la cuaresma es un tiempo para prepararnos a la Pascua, no deja de estar presente la referencia al bautismo.

Así nos lo deja ver la liturgia del primer domingo de cuaresma, del ciclo B de la Liturgia Católica. Hay una referencia a la alianza entre Dios y los hombres, con el signo del arco iris y la figura de Noé, cual representante de la humanidad. Esta alianza va a conseguir su plenitud en la Pascua con Jesús. Éste, al inicio de su ministerio público, no sólo indica la llegada de la plenitud de los tiempos, sino que hace una invitación directa, de carácter bautismal, a todos sus oyentes: “Conviértanse y crean en el evangelio”. Todo esto es posible, pues ha llegado el reino de Dios, cuyo personaje central es el mismo Cristo. Éste ha vencido al demonio en el desierto, luego de las tentaciones, y lo terminará de derrotar en la Cruz y con la Resurrección.

Pedro nos recuerda cómo el bautismo, prefigurado en el arco iris de la alianza de Noé, nos purifica y nos salva, y a la vez nos da presenta un compromiso: “vivir con una buena conciencia ante Dios”. El bautismo no es sólo un rito sacramental que se recibe en un momento determinado. Es el sacramento con el cual se inicia el peregrinar por las sendas de la salvación. Es el sacramento mediante el cual el creyente hace realidad el convertirse y creer en el evangelio. Todo por una razón precisa: el bautismo nos convierte en seguidores de Jesús, en sus discípulos, además de hacernos hijos de Dios.

La cuaresma nos permite, como tiempo fuerte en la Iglesia, profundizar nuestra vocación bautismal. Es decir, nuestra vocación a ser discípulos de Jesús. Por eso, las prácticas cuaresmales se orientan, sencillamente, a ayudarnos a madurar la opción de fe. La oración intensa e intensificada en este tiempo nos impulsa a un encuentro vivo y permanente con el señor, encuentro al cual podemos acceder gracias al bautismo. Los ayunos y otras prácticas cuaresmales (penitencia, mortificación, etc…) nos ayudan a demostrarnos la capacidad de amor que Dios ha colocado en nosotros desde el mismo bautismo: así manifestamos nuestra total disponibilidad y generosidad ante Dios. Esta generosidad se fortalece con las acciones de caridad (misericordia, solidaridad, comunión) con los demás y, particularmente con los más necesitados. Precisamente por el bautismo recibimos el mandato del amor fraterno, el cual a la vez es un don del espíritu para nosotros: así seremos reconocidos como discípulos del mismo Señor Jesús.

La cuaresma nos permite reafirmar nuestra condición de bautizados. Así no sólo nos preparamos para la gran fiesta de la Pascua, sino también volvemos a tomar conciencia de nuestra identidad de seguidores de Jesús. Si Él venció al tentador y lo puso en su puesto, asimismo nosotros, mediante su gracia podremos hacerlo. Ello supone dejar a un lado los criterios del mundo y asumir los valores del evangelio en el cual hemos de creer y adecuar nuestra existencia, en un proceso continuo de conversión. Al hacer todo esto podremos expresar en nuestras vidas lo que se le pide al Padre Dios en la oración colecta de este primer domingo de cuaresma: “progresar en el conocimiento del misterio de Cristo y traducir su efecto en una conducta irreprochable”.

+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.

sábado, 14 de febrero de 2015

Homilía en el Consistorio Público del 14 de febrero.

Queridos hermanos cardenales:

El cardenalato ciertamente es una dignidad, pero no una distinción honorífica. Ya el mismo nombre de «cardenal», que remite a la palabra latina «cardo - quicio», nos lleva a pensar, no en algo accesorio o decorativo, como una condecoración, sino en un perno, un punto de apoyo y un eje esencial para la vida de la comunidad. Sois «quicios» y estáis incardinados en la Iglesia de Roma, que «preside toda la comunidad de la caridad» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 13; cf. Ign. Ant., Ad Rom., Prólogo).

En la Iglesia, toda presidencia proviene de la caridad, se desarrolla en la caridad y tiene como fin la caridad. La Iglesia que está en Roma tiene también en esto un papel ejemplar: al igual que ella preside en la caridad, toda Iglesia particular, en su ámbito, está llamada a presidir en la caridad.

Por eso creo que el «himno a la caridad», de la primera carta de san Pablo a los Corintios, puede servir de pauta para esta celebración y para vuestro ministerio, especialmente para los que desde este momento entran a formar parte del Colegio Cardenalicio. Será bueno que todos, yo en primer lugar y vosotros conmigo, nos dejemos guiar por las palabras inspiradas del apóstol Pablo, en particular aquellas con las que describe las características de la caridad. Que María nuestra Madre nos ayude en esta escucha. Ella dio al mundo a Aquel que es «el camino más excelente» (cf. 1 Co 12,31): Jesús, caridad encarnada; que nos ayude a acoger esta Palabra y a seguir siempre este camino. Que nos ayude con su actitud humilde y tierna de madre, porque la caridad, don de Dios, crece donde hay humildad y ternura.

En primer lugar, san Pablo nos dice que la caridad es «magnánima» y «benevolente». Cuanto más crece la responsabilidad en el servicio de la Iglesia, tanto más hay que ensanchar el corazón, dilatarlo según la medida del Corazón de Cristo. La magnanimidad es, en cierto sentido, sinónimo de catolicidad: es saber amar sin límites, pero al mismo tiempo con fidelidad a las situaciones particulares y con gestos concretos. Amar lo que es grande, sin descuidar lo que es pequeño; amar las cosas pequeñas en el horizonte de las grandes, porque «non coerceri a maximo, contineri tamen a minimo divinum est». Saber amar con gestos de bondad. La benevolencia es la intención firme y constante de querer el bien, siempre y para todos, incluso para los que no nos aman.

A continuación, el apóstol dice que la caridad «no tiene envidia; no presume; no se engríe». Esto es realmente un milagro de la caridad, porque los seres humanos –todos, y en todas las etapas de la vida– tendemos a la envidia y al orgullo a causa de nuestra naturaleza herida por el pecado. Tampoco las dignidades eclesiásticas están inmunes a esta tentación. Pero precisamente por eso, queridos hermanos, puede resaltar todavía más en nosotros la fuerza divina de la caridad, que transforma el corazón, de modo que ya no eres tú el que vive, sino que Cristo vive en ti. Y Jesús es todo amor.

Además, la caridad «no es mal educada ni egoísta». Estos dos rasgos revelan que quien vive en la caridad está des-centrado de sí mismo. El que está auto-centrado carece de respeto, y muchas veces ni siquiera lo advierte, porque el «respeto» es la capacidad de tener en cuenta al otro, su dignidad, su condición, sus necesidades. El que está auto-centrado busca inevitablemente su propio interés, y cree que esto es normal, casi un deber. Este «interés» puede estar cubierto de nobles apariencias, pero en el fondo se trata siempre de «interés personal». En cambio, la caridad te des-centra y te pone en el verdadero centro, que es sólo Cristo. Entonces sí, serás una persona respetuosa y preocupada por el bien de los demás.

La caridad, dice Pablo, «no se irrita; no lleva cuentas del mal». Al pastor que vive en contacto con la gente no le faltan ocasiones para enojarse. Y tal vez entre nosotros, hermanos sacerdotes, que tenemos menos disculpa, el peligro de enojarnos sea mayor. También de esto es la caridad, y sólo ella, la que nos libra. Nos libra del peligro de reaccionar impulsivamente, de decir y hacer cosas que no están bien; y sobre todo nos libra del peligro mortal de la ira acumulada, «alimentada» dentro de ti, que te hace llevar cuentas del mal recibido. No. Esto no es aceptable en un hombre de Iglesia. Aunque es posible entender un enfado momentáneo que pasa rápido, no así el rencor. Que Dios nos proteja y libre de ello.

La caridad, añade el Apóstol, «no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad». El que está llamado al servicio de gobierno en la Iglesia debe tener un fuerte sentido de la justicia, de modo que no acepte ninguna injusticia, ni siquiera la que podría ser beneficiosa para él o para la Iglesia. Al mismo tiempo, «goza con la verdad»: ¡Qué hermosa es esta expresión! El hombre de Dios es aquel que está fascinado por la verdad y la encuentra plenamente en la Palabra y en la Carne de Jesucristo. Él es la fuente inagotable de nuestra alegría. Que el Pueblo de Dios vea siempre en nosotros la firme denuncia de la injusticia y el servicio alegre de la verdad.

Por último, la caridad «disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites». Aquí hay, en cuatro palabras, todo un programa de vida espiritual y pastoral. El amor de Cristo, derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, nos permite vivir así, ser así: personas capaces de perdonar siempre; de dar siempre confianza, porque estamos llenos de fe en Dios; capaces de infundir siempre esperanza, porque estamos llenos de esperanza en Dios; personas que saben soportar con paciencia toda situación y a todo hermano y hermana, en unión con Jesús, que llevó con amor el peso de todos nuestros pecados.

Queridos hermanos, todo esto no viene de nosotros, sino de Dios. Dios es amor y lleva a cabo todo esto si somos dóciles a la acción de su Santo Espíritu. Por tanto, así es como tenemos que ser: incardinados y dóciles. Cuanto más incardinados estamos en la Iglesia que está en Roma, más dóciles tenemos que ser al Espíritu, para que la caridad pueda dar forma y sentido a todo lo que somos y hacemos. Incardinados en la Iglesia que preside en la caridad, dóciles al Espíritu Santo que derrama en nuestros corazones el amor de Dios (cf. Rm 5,5). Que así sea.

miércoles, 11 de febrero de 2015

Lo que sí podemos hacer...



En no pocas ocasiones, los cristianos nos preguntamos sobre cómo hacer para curar enfermos. Más aún, muchos buscan “sanadores” para ver si se les hace un “milagrito”. En el fondo, permanece una especie de búsqueda de lo mágico… porque detrás de esas búsquedas no se encuentra una actitud de fe ni de compromiso de conversión. Por eso, se debe tener mucho cuidado con falsas interpretaciones del Evangelio, el cual nos habla de las curaciones prodigiosas realizadas por el Señor.



San Pablo nos advierte acerca de dos actitudes necesarias: una primera es hacer todo para la gloria de Dios. “Todo lo que hagan ustedes, sea comer, o beber, o cualquier otra cosa, háganlo todo para la gloria de Dios”. Esto califica la vida de un creyente: cualquier cosa se haga, sea quien sea, no se puede hacer para vanagloria ni para conseguir prebendas mundanas: la vida de unos padres de familia, de unos hijos, de los laicos, de los sacerdotes, de las religiosas, de los profesionales, de los obreros, de los estudiantes… de todos los creyentes debe manifestar la gloria de Dios. Es decir, debe vivirse con la fe, la esperanza y la caridad y así demostrar la presencia viva de Dios en cada uno de nosotros.



Para eso, Pablo nos enseña cómo demostrarlo: “sean, pues, imitadores míos, como yo lo soy de Cristo”. La imitación de Cristo nos permitirá hacer todo en nombre suyo y para la gloria del Padre. En el fondo es continuar, entre y con nosotros, su obra de salvación. No podemos darnos el lujo de decirnos cristianos y actuar como si no lo fuéramos. Más bien debemos pensar en lo que sí podemos y debemos hacer. Desde este horizonte, entonces, nos debemos apuntar a demostrarlo como testigos del Resucitado. Es necesario tenerlo en cuenta, pues en nuestra sociedad se busca privilegiar lo mundano. Los cristianos, discípulos de Jesús, hemos de ser luz del mundo: para ello, sencillamente actuar en el nombre de Cristo. Hacerlo mostrará su presencia dinamizadora en nosotros y provocará la imitación de muchos. No en vano, el mismo Pablo nos advierte que no tenemos un espíritu de timidez, sino de decisión y valentía para hacer de nuestra imitación de Cristo un testimonio eficaz.



Habida cuenta de lo anterior podemos tener claro también mucho de lo que sí podemos hacer. Quizás, como lo hizo Jesús en el Evangelio no podremos curar un leproso… o hacer sanaciones como muchos buscan y pretenden sólo por conseguirla sin mayor compromiso posterior de carácter evangelizador. Pero, por otra parte sí es mucho lo que podemos y debemos hacer: Podemos curar las heridas causadas en tantos amigos y familiares por el mal humor y la falta de respeto hacia ellos… podemos curar la tristeza de tantos hermanos nuestros golpeados por la enfermedad, la pérdida de un ser querido, por miles de problemas, con la alegría del Evangelio nacida de un encuentro vivo con Jesús… podemos hacer un decidido esfuerzo por devolverle la salud al amor conyugal que, por muchos motivos, puede estar muriendo… podemos aliviar la situación económica de tantos amigos y hasta desconocidos mediante una sincera solidaridad y el compartir de los bienes propios… podemos sanar la tristeza de aquel familiar o amigo o vecino al cual le hemos quitado el habla por no pensar como nosotros… podemos restaurar la salud del compañero de trabajo, o subordinado o empleado ante el cual nos mostramos prepotentes y como si fuéramos más que ellos… podemos hacerles más llevadera su enfermedad a los amigos, familiares, vecinos muchas veces olvidados por los suyos… podemos hacerle más alegre la ancianidad a todos los abuelitos, en especial quienes se sienten abandonados de sus hijos y nietos y muchas veces recluidos en ancianatos…. Podemos aumentar la alegría de los padres con hijos discapacitados, menospreciados por quienes se creen grandes y potentes en la sociedad…. Podemos sanar de verdad tantas angustias, tantas pequeñas penas tantas heridas…



Todo tiene una fuente: el mismo Cristo, quien nos ha asociado a Él. Por eso, al actuar en su nombre, podremos realizar esas sanaciones necesarias y urgentes, para la gloria de Dios… y para que otros, al vernos actuar en su nombre, se arriesguen y animen a imitarnos, no a nosotros, sino al Cristo reflejado en nuestra conducta y testimonio. Por eso, debemos decir, “sí quiero”.



+Mario Moronta R.,

Obispo de San Cristóbal.