viernes, 22 de mayo de 2015

PENTECOSTÉS

PENTECOSTES
Una de las tres grandes fiestas de la Liturgia eclesial es Pentecostés. Junto con la Navidad, la Pascua, Pentecostés nos habla de la grandeza del amor misericordioso de Dios. En Pentecostés, para finalizar el ciclo pascual, conmemoramos el prodigioso evento de la venida del espíritu Santo sobre los apóstoles y discípulos de Jesús. Había sido prometido por Jesús. Luego de varios días después de la Ascensión, en domingo, reunidos en comunión, los Apóstoles y primeros discípulos de Jesús, acompañados por María, recibieron la fuerza animadora y entusiasmadora del Espíritu Santo.
Con dicha fuerza se lanzaron a la misión desde Jerusalén hasta los confines de la tierra. Nosotros somos herederos de ese acontecimiento. Por eso lo celebramos. Es cierto que en muchas comunidades se prepara con la “vigilia de pentecostés”: pero ésta ha de ser eso, preparación. No puede ni suplir ni opacar la solemnidad de Pentecostés. ¿Qué conmemoramos este domingo? De verdad, celebramos la fiesta del Espíritu Santo, y el día de la Iglesia. Gracias a la acción del Espíritu la Iglesia comenzó a manifestarse y a lanzarse en la senda del cumplimento de la misión evangelizadoras.

Por eso, en todas las parroquias y comunidades eclesiales, con la participación de los grupos apostólicos y con la animación de cada uno de los miembros de la Iglesia, debemos celebrar con alegría, interés y proyección hacia el futuro esta solemnidad. Al hacerlo ratificamos que el Espíritu es el protagonista de la misión; reafirmamos su presencia en cada uno de nosotros y en medio de nuestras comunidades. A la vez, hacemos sentir nuestra pertenencia a la Iglesia, gracias precisamente al bautismo y a la confirmación, sacramentos con los cuales recibimos personalmente al Espíritu Santo. De hecho hemos sido bautizados en el nombre de la Trinidad Santa y nos hemos convertido en templos del Espíritu. Y con la confirmación recibimos el sello de madurez del Espíritu Santo y comenzar a experimentar la condición de testigos del Resucitado.

Pentecostés: fiesta de la Iglesia, fiesta del Espíritu Santo, fiesta de todos los cristianos. No es la fiesta exclusiva de algunos… de allí la necesidad de darle la relevancia que posee. Pentecostés no cierra un ciclo, el de la cincuentena pascual: sino más bien es como la puerta para demostrar en la cotidianidad d nuestras vidas que hacemos presente la fuerza del Resucitado en todo momento y hasta los confines de la Tierra. Desde Pentecostés nos seguimos lanzando a hacer presente los efectos de la pascua redentora de Jesús, con la acción del Espíritu Santo.

Feliz Pentecostés: significa que estamos llamados a contagiar la alegría del Evangelio con la gracia perenne del Espíritu del Señor.

+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.

ROMERO


Hermoso regalo para la Iglesia en América Latina en vísperas de Pentecostés: la beatificación del Obispo mártir de El Salvador, Mons. OSCAR ARNULFO ROMERO. En efecto, este sábado 23 de mayo es beatificado en San Salvador el Obispo del pueblo, sencillo, austero y de profunda fe, quien fue capaz de entregar su vida por la gente a la que le brindó un especialísimo servicio, siempre en nombre del Señor. Mons. Romero entra en la gloria de los altares y ya se le puede dar culto público.

Sobre Mons. Romero se tejieron múltiples leyendas y opiniones encontradas. Se le acusó de “comunista”, sencillamente porque estuvo siempre al lado de los pobres y de su pueblo. No sólo para reivindicar los derechos humanos de quienes eran maltratados y oprimidos, sino porque fue el testigo fiel capaz de enseñar el evangelio, celebró los misterios de la fe y, sobre todo, hizo realidad en su trabajo pastoral la caridad de Cristo. Incluso no faltó quien hizo creer que era manipulado y que sus homilías y enseñanzas ni siquiera eran preparadas por él, sino por un grupo de sacerdotes y laicos ideologizados. Pero la realidad ha sido otra cuando se ha ido estudiando y conociendo tanto sus escritos, como su vida de testimonio sacerdotal.

Lo que sucede esque quienes piensan con criterios del mundo o se dejan llevar por la tentación de convertirse en “opresores y dominadores” cuando alguien se les enfrenta con la verdad del Evangelio, llegan a acusarlo como “desestabilizador”, “comunista” y contrario al orden establecido. Pero la vida de Romero ha demostrado lo contrario: fidelidad a la Palabra de Dios, sentido de comunión con la misión de la Iglesia y caridad sin límites hacia todos, sin discriminación, todo vivido y experimentado desde el encuentro perenne con Cristo. Romero fue un hombre de oración y de vida sobrenatural. Así lo expresó en todo momento. La propaganda contraria a él pretendió hacerlo ver como un enemigo de la sociedad y un violento, cuando en el fondo era un amante de la paz y de la no violencia. 

Sintió la muerte de sus hermanos sacerdotes, desde el asesinato del P. Rutilio Grande, y se identificó con la entrega generosa de ellos. Compartió en todo el dolor y el sufrimiento de tantísimos hermanos perseguidos y desaparecidos, y prefirió asumir la incomprensión incluso de muchos de sus hermanos antes que claudicar y ser indiferente. Su opción por los pobres la supo realizar como expresión de su fe en Cristo, el Dios humanado y salvador de todos.

Damos gracias a Dios por la beatificación de Mons. Romero. Gracias a Francisco, el Papa de la Nueva Evangelización, por este regalo de Pentecostés para nuestras comunidades. Hace poco recibíamos la noticia de apertura de otro proceso de beatificación de otro Obispo mártir, asesinado en Argentina por la fuerza brutal de quienes se consideraban los dueños del pueblo: Enrique Angelelli. Romero ilumina el camino desde el cielo con su testimonio de vida; Angelelli nos ha enseñado que se debe tener un oído puesto en Dios y el otro en el pueblo.

Al decir en este domingo de Pentecostés “feliz fiesta de la Iglesia, feliz día del Espíritu Santo”, lo podemos hacer también desde la alegría por la beatificación de Mons. Romero. Que él interceda por todos nosotros ante Dios a fin de conseguirnos la gracia de conseguir “el gusto espiritual de sentirnos pueblo”, como nos lo ha enseñado el Papa Francisco.

+Mario Moronta R., 
Obispo de San Cristóbal.

viernes, 8 de mayo de 2015

Amigos, no siervos...



Aunque el mismo Señor Jesús nos invita a mostrarnos como servidores de los demás (y nos dio el ejemplo al lavar los pies a sus discípulos y pedir imitarlo), sin embargo Él a los suyos no los llama siervos, sino amigos. Esta es una elección de propia iniciativa suya. No somos nosotros quienes hemos elegido ser sus amigos. El tomó la decisión de hacerlo. Le costó el precio de su sangre, con la cual nos liberó y nos asoció a Él. Por eso, en la Última Cena, no sólo nos dio el ejemplo de “servicio”, sino además nos quiso demostrar el amor más grande al ofrendar su propia vida por sus amigos. En ese mismo instante, los estaba convirtiendo en amigos: no se debía esperar para más tarde. Se trata de una elección con una consecuencia: dar un fruto que permanezca.

Desde esta experiencia, Pedro, cuando se encuentra con Cornelio y lo bautiza, aún viniendo éste del paganismo, entiende que para Dios no hay acepción de personas. Ya no hay distinción, pues la redención se ha abierto a todos. Pablo lo dirá con otras palabras, al presentarnos el modelo del hombre nuevo, nacido del derribamiento de todo muro de división… evento que nació en la Pascua liberadora y redentora de Jesús.

Para poder hacer posible esto nos pidió amarnos los unos a los otros. Nos convirtió en hijos del Padre y hermanos. Con ello, al hacernos sus amigos, nos introdujo en el círculo de sus amistades y nos pidió que todos pudiéramos llegar a ser “amigos”. Quizás no con el sentido de la psicología, sino con el del Evangelio: reconocernos iguales, y no siervos unos de otros. También, si somos seguidores y discípulos de Jesús, nos corresponde ser amigos de los demás. Por eso, no deberíamos ni llamar ni considerar a otros como sirvientes.

Dios nos ha amado y nos ha destinado para amar. Es el fruto propio de quien permanece en Jesús. Si de verdad queremos no sólo ser sino también demostrar nuestra identificación como discípulos-amigos de Jesús, entonces no podemos tratar a los demás con distinción, como si fueran “sirvientes o siervos” nuestros.

Lamentablemente en el mundo de hoy nos encontramos con otra idea. En la sociedad nos hallamos con muchas personas esclavizadas por el egoísmo y la mala intención de quienes se creen superiores a los demás. Si son cristianos, la cosa es más delicada, ya que hemos sido invitados a amarnos y, por tanto a tratarnos como amigos y no como “siervos”. Una cosa es la actitud del servicio y otra la de considerar a los demás como siervos.

Esto nos debe llevar a hacer un serio examen de conciencia acerca de nuestra caridad y de la forma como tratamos y consideramos a los demás. Los cónyuges ¿cómo se consideran y se tratan? ¿Con amor o aprovechándose el uno del otro? ¿Los papás cómo tratan a sus hijos? Y los hijos ¿cómo consideran y tratan a sus padres? ¿Cómo es el relacionamiento con nuestros compañeros de trabajo, de estudio o vecinos? ¿Cómo tratan los empleadores a sus trabajadores? ¿Cómo tratan los obreros a sus empleadores? ¿Estamos trabajando por crear una civilización del amor donde se viva el amor en todas sus dimensiones? ¿Respetamos a los demás o los consideramos menos que nosotros?

Debemos estar atentos también ante las viejas y nuevas esclavitudes existentes en nuestra sociedad: ¿acaso los narcotraficantes, los vendedores de droga, los que manejan y promueven la prostitución (incluyendo las nuevas formas como el “prepago” y las “damas y caballeros de compañía), quienes trafican con personas, quienes abusan de los niños, quienes explotan a tantos obreros, quienes sobornan, contrabandean, matraquean, abusan de la autoridad, acaparan, y menosprecian a los demás… no entran en esta dinámica destructiva de libertad y consideran a los demás como meros “siervos” de los cuales hay que valerse para el enriquecimiento individualista?

Es triste ver cómo muchos de esos que se consideran más que los demás o que tratan a los otros como “siervos-esclavos” se dicen cristianos. Es una caricatura y una farsa: porque hacen todo lo contrario de la propuesta del Señor: “ámense los unos a los otros”. Si Pedro terminó de entender las consecuencias de la redención en el hecho de seguir a un Dios que no posee acepción de personas, y el mismo Jesús nos invita a imitarlo y redescubrir continuamente que somos elegidos suyos como amigos, entonces, estamos obligados a mostrarnos capaces de hacer posible esto en el mundo de hoy. No se trata de un simple deseo… es el compromiso de todo discípulo de Jesús: “amarnos los unos a los otros porque el amor viene de Dios.

+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.