Durante
el año litúrgico, los tiempos del adviento y de la cuaresma presentan una
invitación a intensificar la oración, las obras de misericordia y el ayuno y
penitencia. Con esas prácticas, se fortalece la vivencia de la fe y de la
caridad. A la vez, sirven para demostrar que los creyentes están dispuestos a
hacer cualquier cosa en el nombre de Dios. Muchos, quizás, malentendiendo el
significado de estas praxis ponen “cara de funeral o de vinagre”, como lo ha
señalado el Papa Francisco en algunas ocasiones. Cuando debe ser todo lo
contrario. El Evangelio nos indica que cuando uno hace oración y ayuno, la
gente no debe ver que lo hacemos. Y si hacemos oración personal, no la hemos de
pregonar como el heladero cuando trata de vender sus helados para lo cual suele
sonar campanillas. La clave para poder hacer todo esto bien es permanecer en la
alegría que nos viene de Dios.
La
alegría que nos propone el Señor, sobre todo por medio de su Palabra, no es la
del bullicioso ruido mundanal. El mundo de hoy insiste más bien en el ruido, en
la bulla, en la “rumba”. Esa rumba o bulla aparentaría una alegría externa.
Pero, en el fondo se trata de un ocultamiento de lo más íntimo de la persona
humana, golpeada muchas veces por el pecado, por el egoísmo y el individualismo.
Todo esto produce insatisfacción. Entonces se aparenta alegría, con el ruido
externo de música, cohetes, altavoces… a lo que se acompañan otras cosas que
hacen como más estruendoso el ruido de la tristeza o de la insatisfacción.
El
evangelio nos habla de la auténtica alegría: la que produce el hecho de que
Dios Padre haya revelado la Verdad a los sencillos y humildes; la que se
manifiesta en la fe y que arranca la expresión “felices los que creen”. Más
aún, el mismo Jesús se auto-presenta como el Dios de la alegría y para ello
invita a sus discípulos y seguidores a ser como Él felices. La auténtica
felicidad no está en el tener o en el poseer, sino en el ser creyentes. Así es
como se logrará alcanzar el Reino de Dios. Es el mensaje que Cristo nos da con sus
bienaventuranzas. Entonces son alegres de verdad los pobres de espíritu, los
limpios de corazón, los sufridos, los misericordiosos, los que construyen la
paz… Todo lo contrario de lo que nos proponen las ideologías individualistas y
colectivistas. Todo lo contrario de la praxis del mundo.
Los
profetas también hablaron de la alegría al proclamar la promesa de un salvador.
Siempre hablaron de alegría en términos de progreso espiritual, que ciertamente
tendría su repercusión en la vida cotidiana. Es un anuncio anticipado de lo que
Jesús nos señalará con sus bienaventuranzas. La Iglesia de los inicios hablará
de la alegría de poder convivir unidos en el amor. La Iglesia de todos los
siglos celebrará la alegría del Resucitado, de muchas maneras. Los discípulos
de Jesús sentirán así la alegría, aún en medio de las dificultades y
persecuciones, porque experimentarán que todo se consigue –es decir la
salvación– si se actúa en el nombre del Señor. San Pablo nos advertirá que
estemos alegres en el Señor.
El
gozo del Evangelio –como nos lo señala Francisco- lo debemos manifestar en todo
tiempo y lugar. Es el gozo que causa la auténtica alegría, la de los hijos de
Dios. Pero hay que hacer el gran esfuerzo de contagiar ese gozo y esa alegría
en medio del mundo. Sin temores, sin triunfalismos, sin pantallas… para ello,
unidos en el Señor y experimentando su amor, sencillamente nos toca ser
alegres…
+Mario
Moronta R.
Obispo
de San Cristóbal.
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