Muchos
llegan a experimentar un cansancio espiritual luego de la cuaresma y de la
semana santa. Otros una cierta nostalgia de lo religioso: el esfuerzo de la
cuaresma con sus diversos ejercicios de piedad y de preparación parecen
agotarse el domingo de Resurrección. Sin embargo, la preparación es para
celebrar, ciertamente, la Resurrección, pero también la cincuentena pascual; es
decir los días siguientes, hasta Pentecostés.
La
liturgia de todo el tiempo pascual, además de insistir en el hecho maravilloso de
la Resurrección de Cristo enfatiza tres compromisos: uno, vivir el bautismo;
otro, el decidirse a anunciar la Verdad y el Evangelio del Resucitado; el
tercero, poner en práctica todo lo que conlleva seguir al Resucitado y ser sus
discípulos, la caridad fraterna. Seguir a Cristo es vivir como ciudadanos del
cielo buscando las cosas de arriba; por tanto dejando a un lado los criterios
del mundo y asumiendo los del nuevo Reino inaugurado con la Pascua de Cristo.
Esto significa hacer brillar la luz recibida en el Bautismo.
Quien
es bautizado, por otro lado, es convertido en testigo del Resucitado. Como tal
está llamado, ante todo, a anunciar la Verdad fundamental que ha trasformado la
historia de la humanidad: Cristo ha vencido a la muerte y ha derrotado al maligno,
padre del pecado del mundo. Ese anuncio del Evangelio de la Vida requiere un
acto continuo de fe, para dar a conocer lo que se cree. El evangelista Juan nos
relata el episodio de la incredulidad de Tomás y cómo superó su falta de fe. El
Señor le advierte su incredulidad y cómo quienes sin verlo creerán. Esto
producirá alegría y felicidad en quienes se irán convirtiendo en discípulos del
Resucitado a lo largo de la historia.
Quien
ha recibido el bautismo y se orienta en el seguimiento e identificación con
Jesús Resucitado puede participar en la victoria sobre el mundo. Esto es
necesario considerarlo de manera permanente. Creer no es sólo recitar el credo;
creer no es sólo conocer los principios de la doctrina; creer no es algo
coyuntural, realizado de vez en cuando. Creer es mucho más que eso. Es
arriesgarse a ir detrás del Resucitado, asumiendo sus propios sentimientos y
poniendo en práctica el mandamiento del amor. Así nos lo enseña Juan, al
reafirmar que quien cree en Él ha nacido de arriba y se ha convertido en hijo
de Dios, hermano de infinidad de hermanos, a quienes debe amar, como el Señor
nos ha amado.
Esto
lo entendieron muy bien los primeros cristianos. Sabían que debía identificarse
por el amor fraterno si querían ser reconocidos como “cristianos”. De allí una
de las grandes consecuencias de ese amor: vivían unidos, tenían un mismo
corazón y todo lo ponían en común. Más aún, por la práctica del amor fraterno
nacido del amor de Dios presente en el corazón del cristiano, ninguno pasaba
necesidad… Y se compartía todo, desde lo material hasta lo espiritual. Así
podían no sólo manifestarse como una comunión de hermanos sino también ayudarse
mutuamente.
Vivir
la pascua, para la cual nos hemos preparado durante la cuaresma, es demostrar
de manera activa y decidida la capacidad de sentirnos hermanos, sin distinción
de ningún tipo. Por tanto, creer en el amor y demostrarlo con la propia
actuación cotidiana: de allí la invitación de la Palabra de Dios a no
desprendernos de las necesidades de los demás, cualesquiera sean ellas. Ninguno
debería pasar necesidad en una sociedad donde haya cristianos… y pareciera que
se deba insistir mucho en esto. No hay sino que mirar a nuestro alrededor:
pobres de cosas materiales; pobres de auxilios espirituales; pobres en valores
morales; pobres de afecto y acompañamiento; pobres abandonados y menospreciados
por quienes se consideran más que los demás.
El
Papa Francisco nos ha ido advirtiendo al respecto. De allí la urgencia no sólo
de tomar conciencia, sino también de hacer una conversión pastoral. Los
cristianos hemos de hacer creíble a Cristo Resucitado desde la práctica de la
caridad sin condiciones y extremadamente solidaria y fraterna. ¡Cuánta gente
necesitada hay junto a nosotros! ¡Cuántos desean ver la mano amiga de los
cristianos, en Venezuela, que puedan compartir con ellos sus angustias, sus
vacíos, sus carencias, sus dolencias espirituales y corporales! ¡Cuánta ansia
de ver a los cristianos desprenderse de sus posiciones muchas veces polarizadas
y no sólo por lo político sino también por el egoísmo destructor de
convivencia! ¡Cuántos quisieran una Iglesia cercana, madre de puertas abiertas
y con un corazón eminentemente pascual!
La
Pascua es fiesta de transformación radical, de nueva creación, de victoria sobre
el pecado. Por eso, quienes seguimos a Cristo no podemos dejar a un lado su
Verdad y su Palabra. Sólo así podremos construir la paz verdadera, no la del
mundo, sino la nacida de su corazón amoroso. Sólo así, podremos vivir en
comunión y ser solidarios hasta hacer realidad la enseñanza de los primeros
cristianos entre quienes NINGUNO PASABA NECESIDAD.
+Mario
Moronta R., Obispo de San Cristóbal.
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