Queridos
hermanos cardenales:
El cardenalato
ciertamente es una dignidad, pero no una distinción honorífica. Ya el mismo
nombre de «cardenal», que remite a la palabra latina «cardo - quicio»,
nos lleva a pensar, no en algo accesorio o decorativo, como una condecoración,
sino en un perno, un punto de apoyo y un eje esencial para la vida de la
comunidad. Sois «quicios» y estáis incardinados en la Iglesia de Roma,
que «preside toda la comunidad de la caridad» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 13;
cf. Ign. Ant., Ad Rom., Prólogo).
En la Iglesia,
toda presidencia proviene de la caridad, se desarrolla en la caridad y tiene
como fin la caridad. La Iglesia que está en Roma tiene también en esto un papel
ejemplar: al igual que ella preside en la caridad, toda Iglesia particular, en
su ámbito, está llamada a presidir en la caridad.
Por eso creo que
el «himno a la caridad», de la primera carta de san Pablo a los Corintios,
puede servir de pauta para esta celebración y para vuestro ministerio,
especialmente para los que desde este momento entran a formar parte del Colegio
Cardenalicio. Será bueno que todos, yo en primer lugar y vosotros conmigo, nos
dejemos guiar por las palabras inspiradas del apóstol Pablo, en particular
aquellas con las que describe las características de la caridad. Que María
nuestra Madre nos ayude en esta escucha. Ella dio al mundo a Aquel que es «el
camino más excelente» (cf. 1 Co 12,31): Jesús, caridad encarnada; que
nos ayude a acoger esta Palabra y a seguir siempre este camino. Que nos ayude
con su actitud humilde y tierna de madre, porque la caridad, don de Dios, crece
donde hay humildad y ternura.
En primer lugar,
san Pablo nos dice que la caridad es «magnánima» y «benevolente».
Cuanto más crece la responsabilidad en el servicio de la Iglesia, tanto más hay
que ensanchar el corazón, dilatarlo según la medida del Corazón de Cristo. La magnanimidad
es, en cierto sentido, sinónimo de catolicidad: es saber amar sin límites, pero
al mismo tiempo con fidelidad a las situaciones particulares y con gestos
concretos. Amar lo que es grande, sin descuidar lo que es pequeño; amar las
cosas pequeñas en el horizonte de las grandes, porque «non coerceri a
maximo, contineri tamen a minimo divinum est». Saber amar con gestos de
bondad. La benevolencia es la intención firme y constante de querer el
bien, siempre y para todos, incluso para los que no nos aman.
A continuación,
el apóstol dice que la caridad «no tiene envidia; no presume; no se engríe».
Esto es realmente un milagro de la caridad, porque los seres humanos –todos, y
en todas las etapas de la vida– tendemos a la envidia y al orgullo a causa de
nuestra naturaleza herida por el pecado. Tampoco las dignidades eclesiásticas
están inmunes a esta tentación. Pero precisamente por eso, queridos hermanos,
puede resaltar todavía más en nosotros la fuerza divina de la caridad, que
transforma el corazón, de modo que ya no eres tú el que vive, sino que Cristo
vive en ti. Y Jesús es todo amor.
Además, la
caridad «no es mal educada ni egoísta». Estos dos rasgos revelan que
quien vive en la caridad está des-centrado de sí mismo. El que está
auto-centrado carece de respeto, y muchas veces ni siquiera lo advierte, porque
el «respeto» es la capacidad de tener en cuenta al otro, su dignidad, su condición,
sus necesidades. El que está auto-centrado busca inevitablemente su propio
interés, y cree que esto es normal, casi un deber. Este «interés» puede estar
cubierto de nobles apariencias, pero en el fondo se trata siempre de «interés
personal». En cambio, la caridad te des-centra y te pone en el verdadero
centro, que es sólo Cristo. Entonces sí, serás una persona respetuosa y
preocupada por el bien de los demás.
La caridad, dice
Pablo, «no se irrita; no lleva cuentas del mal». Al pastor que vive en
contacto con la gente no le faltan ocasiones para enojarse. Y tal vez entre
nosotros, hermanos sacerdotes, que tenemos menos disculpa, el peligro de
enojarnos sea mayor. También de esto es la caridad, y sólo ella, la que nos
libra. Nos libra del peligro de reaccionar impulsivamente, de decir y hacer
cosas que no están bien; y sobre todo nos libra del peligro mortal de la ira
acumulada, «alimentada» dentro de ti, que te hace llevar cuentas del mal
recibido. No. Esto no es aceptable en un hombre de Iglesia. Aunque es posible
entender un enfado momentáneo que pasa rápido, no así el rencor. Que Dios nos
proteja y libre de ello.
La caridad,
añade el Apóstol, «no se alegra de la injusticia, sino que goza con la
verdad». El que está llamado al servicio de gobierno en la Iglesia debe
tener un fuerte sentido de la justicia, de modo que no acepte ninguna
injusticia, ni siquiera la que podría ser beneficiosa para él o para la
Iglesia. Al mismo tiempo, «goza con la verdad»: ¡Qué hermosa es esta expresión!
El hombre de Dios es aquel que está fascinado por la verdad y la encuentra
plenamente en la Palabra y en la Carne de Jesucristo. Él es la fuente
inagotable de nuestra alegría. Que el Pueblo de Dios vea siempre en nosotros la
firme denuncia de la injusticia y el servicio alegre de la verdad.
Por último, la
caridad «disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta
sin límites». Aquí hay, en cuatro palabras, todo un programa de vida
espiritual y pastoral. El amor de Cristo, derramado en nuestros corazones por
el Espíritu Santo, nos permite vivir así, ser así: personas capaces de perdonar
siempre; de dar siempre confianza, porque estamos llenos de fe en Dios; capaces
de infundir siempre esperanza, porque estamos llenos de esperanza en Dios;
personas que saben soportar con paciencia toda situación y a todo hermano y
hermana, en unión con Jesús, que llevó con amor el peso de todos nuestros
pecados.
Queridos
hermanos, todo esto no viene de nosotros, sino de Dios. Dios es amor y
lleva a cabo todo esto si somos dóciles a la acción de su Santo Espíritu. Por
tanto, así es como tenemos que ser: incardinados y dóciles.
Cuanto más incardinados estamos en la Iglesia que está en Roma, más dóciles
tenemos que ser al Espíritu, para que la caridad pueda dar forma y sentido a todo
lo que somos y hacemos. Incardinados en la Iglesia que preside en la caridad,
dóciles al Espíritu Santo que derrama en nuestros corazones el amor de Dios
(cf. Rm 5,5). Que así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario