Durante
el tiempo de la Cuaresma, de acuerdo a la tradición de la Iglesia,
intensificamos la oración, el ayuno y las obras de caridad. Pero podemos correr
el riesgo de no saber el porqué de todo esto. Ciertamente, la cuaresma nos va
preparando para la celebración del misterio pascual, a partir del cual nos
convertimos en criaturas nuevas, hijos de Dios. Es lógico ver en la liturgia
pascual una referencia directa al bautismo. Sin embargo, si la cuaresma es un
tiempo para prepararnos a la Pascua, no deja de estar presente la referencia al
bautismo.
Así
nos lo deja ver la liturgia del primer domingo de cuaresma, del ciclo B de la
Liturgia Católica. Hay una referencia a la alianza entre Dios y los hombres,
con el signo del arco iris y la figura de Noé, cual representante de la
humanidad. Esta alianza va a conseguir su plenitud en la Pascua con Jesús.
Éste, al inicio de su ministerio público, no sólo indica la llegada de la
plenitud de los tiempos, sino que hace una invitación directa, de carácter
bautismal, a todos sus oyentes: “Conviértanse y crean en el evangelio”. Todo
esto es posible, pues ha llegado el reino de Dios, cuyo personaje central es el
mismo Cristo. Éste ha vencido al demonio en el desierto, luego de las
tentaciones, y lo terminará de derrotar en la Cruz y con la Resurrección.
Pedro
nos recuerda cómo el bautismo, prefigurado en el arco iris de la alianza de
Noé, nos purifica y nos salva, y a la vez nos da presenta un compromiso: “vivir
con una buena conciencia ante Dios”. El bautismo no es sólo un rito sacramental
que se recibe en un momento determinado. Es el sacramento con el cual se inicia
el peregrinar por las sendas de la salvación. Es el sacramento mediante el cual
el creyente hace realidad el convertirse y creer en el evangelio. Todo por una razón
precisa: el bautismo nos convierte en seguidores de Jesús, en sus discípulos,
además de hacernos hijos de Dios.
La
cuaresma nos permite, como tiempo fuerte en la Iglesia, profundizar nuestra
vocación bautismal. Es decir, nuestra vocación a ser discípulos de Jesús. Por
eso, las prácticas cuaresmales se orientan, sencillamente, a ayudarnos a
madurar la opción de fe. La oración intensa e intensificada en este tiempo nos
impulsa a un encuentro vivo y permanente con el señor, encuentro al cual
podemos acceder gracias al bautismo. Los ayunos y otras prácticas cuaresmales
(penitencia, mortificación, etc…) nos ayudan a demostrarnos la capacidad de
amor que Dios ha colocado en nosotros desde el mismo bautismo: así manifestamos
nuestra total disponibilidad y generosidad ante Dios. Esta generosidad se
fortalece con las acciones de caridad (misericordia, solidaridad, comunión) con
los demás y, particularmente con los más necesitados. Precisamente por el
bautismo recibimos el mandato del amor fraterno, el cual a la vez es un don del
espíritu para nosotros: así seremos reconocidos como discípulos del mismo Señor
Jesús.
La
cuaresma nos permite reafirmar nuestra condición de bautizados. Así no sólo nos
preparamos para la gran fiesta de la Pascua, sino también volvemos a tomar
conciencia de nuestra identidad de seguidores de Jesús. Si Él venció al
tentador y lo puso en su puesto, asimismo nosotros, mediante su gracia podremos
hacerlo. Ello supone dejar a un lado los criterios del mundo y asumir los
valores del evangelio en el cual hemos de creer y adecuar nuestra existencia,
en un proceso continuo de conversión. Al hacer todo esto podremos expresar en
nuestras vidas lo que se le pide al Padre Dios en la oración colecta de este
primer domingo de cuaresma: “progresar en el conocimiento del misterio de
Cristo y traducir su efecto en una conducta irreprochable”.
+Mario
Moronta R., Obispo de San Cristóbal.
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