sábado, 26 de octubre de 2013

Descontrolados por el mismo Dios

En el lenguaje cotidiano solemos decir cuando alguien parece salirse de lo “normal” que nos descontrola. Así sucede, por ejemplo, cuando se rompen ciertas reglas de convivencia. O cuando alguien importante para nosotros no hace las cosas bien: surge la interrogante del porqué lo hizo y cómo se justifica esto. Muchas veces también decimos que nos descontrolan aquellos que hacen lo que quieren y molestan a los demás. Es decir hacen de lo anormal lo ordinario y normal para la sociedad. De eso hay muchos casos en el mundo actual.

Si leemos atentamente la Palabra de Dios, muchos se van a sentir descontrolados, porque no van a conseguir justificaciones para sus actos. Desde la opresión hasta la mediocridad. Pero el descontrol va a ser mayor cuando se vea que Dios actúa en contra de los parámetros “normales” de una sociedad. Por ejemplo, cuando dice que no se busquen los primeros puestos, no sea que nos pasen a puestos posteriores. Esto se encuentra en contra de los principios de todo protocolo humano. Y Dios lo que nos quiere enseñar es que es Él quien dispone de los puestos, no los creyentes… más aún, que lo distintivo de un creyente es servir y para ello hay que imitar al Maestro quien se hizo el último para ser el primero en dar la vida por los demás.

La parábola del publicano y del fariseo que fueron a orar al templo es de esos trozos bíblicos que rompe paradigmas y, por tanto, descontrola a más de uno. El fariseo oraba lleno de orgullo, pensándose más que los otros que podrían estar en el templo orando junto con él. Todo lo justificaba por ser un “cumplidor” de la ley: pagaba el diezmo, ayunaba frecuentemente y no era como los demás hombres, a quienes calificaba de ladrones, injustos y adúlteros. Se consideraba perfecto, porque hacía todas las cosas de acuerdo a lo estipulado por la ley. Probablemente hasta era amigo del sumo sacerdote de la época. Pero lo distinguía la mediocridad de una vida sin compromiso de amor con los demás y el orgullo, por medio del cual se creía que Dios lo justificaba a él. Eso lo encontramos con tantísimos creyentes que piensan que por ser “cumplidores” ya han alcanzado la gracia de Dios.

 
El otro que nos presenta la parábola es un publicano. Se muestra con una actitud diversa: primero que nada se quedó un poco más lejos, no en los primeros puestos para que lo vieran. Y se reconocía como pecador, necesitado de la misericordia divina que se pudiera apiadar de él. No juzgaba a los demás, sino que se presentaba como lo que era: un pecador. La enseñanza de la parábola por parte del Maestro es dura y termina por “descontrolar a muchos”: quien bajó justificado a su casa no fue el “cumplidor”, sino el que se presentó necesitado del amor de Dios. Termina la parábola con un axioma muy duro: “Todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.

La razón es clara y nos la indica el libro del Sirácide o Eclesiástico: “El Señor es un juez que no se deja impresionar por apariencias. No desprecia a nadie por ser pobre y escucha las súplicas del oprimido…Quien sirve al Señor con todo su corazón es oído y su plegaria llega hasta el cielo”. Es lo que para muchos orgullosos que se creen salvados o cercanos a Dios hace que les cree descontrol… La predilección de Dios por aquellos que se reconocen humildes y pobres, sin seguridades: ésos son los que conseguirán lo que piden, y en el fondo alcanzarán el beneficio decidido de Dios en la salvación. Todo lo contrario de los criterios del mundo que busca favorecer la discriminación y el menosprecio de aquellos que no son excelentes ni “cumplidores” de las cosas de Dios.



+Mario Moronta R., 
Obispo de San Cristóbal.

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